Universidad Nacional Autónoma de México
Banco de Boletines, 14:00 Hrs. 12 de Abril de 2007
DISCURSO DEL RECTOR DE LA UNAM, JUAN RAMÓN DE LA FUENTE, DURANTE LA
INVESTIDURA CON EL DOCTORADO HONORIS CAUSA A SIETE PERSONALIDADES.
Señoras
y Señores:
Colegas
Universitarios:
Por
acuerdo del Honorable Consejo Universitario y con fundamento en nuestra
legislación, la Universidad Nacional Autónoma de México otorga el día de hoy el
grado de Doctor Honoris Causa a un distinguido grupo
de personalidades con méritos excepcionales, por sus contribuciones al
conocimiento, o al mejoramiento de las condiciones de vida y el bienestar de la
sociedad.
La
Universidad se enriquece al incorporar a su más selecta nómina a Leopoldo
García-Colín, Juliana González, Ricardo Lagos, Ricardo Miledi,
Nélida Piñón, Giovanni Sartori
y Fernando Savater.
Esta
Ceremonia nos permite, simultáneamente, encontrarnos con nuestras raíces,
sentirnos herederos de una fecunda tradición, y ver hacia adelante, con la
mesura que los tiempos nos exigen, pero también con la determinación que emana
de la solidez de nuestra institución.
En
efecto, son muchos y muy complejos los retos que hoy nos tocan afrontar. Pero
encontramos en nuestros maestros, que nos enseñaron a pensar en libertad; en
nuestros colegas, con quienes reflexionamos cotidianamente con rigor
intelectual, y en nuestros estudiantes, cuyo cuestionamiento continuo
constituye un estímulo vital insustituible, los elementos necesarios para
afrontar tales retos con un optimismo cauteloso pero bien fundado, con espíritu
crítico y con la inteligencia que la naturaleza nos permite.
En
el mundo cada vez más interdependiente en el que estamos inmersos, la
Universidad, como institución emblemática de la educación superior, de la
investigación científica, de la creación artística y de la difusión de la
cultura, se sitúa nuevamente en el epicentro de la atención social, del debate
intelectual, de las preocupaciones políticas y económicas de nuestro tiempo;
pero sobre todo, la Universidad se reafirma como la gran esperanza para miles
de jóvenes que siguen viendo en ella la única o la mejor de sus posibilidades
para acceder a una vida más digna, más productiva, más decorosa. Porque la
Universidad también es eso: una defensora indeclinable de los principios de
libertad, solidaridad y justicia.
De
ahí que lo que se discute hoy en día no es ya la importancia de la Universidad.
Tampoco bastan las formulaciones genéricas. Procede, acaso, profundizar en el
diseño sobre el cual se construyan la Universidad del futuro y el futuro de la
Universidad.
¿Cómo
satisfacer las necesidades del mundo sin fronteras al que nos dirigimos? ¿Cómo
incorporar las nuevas tecnologías para fortalecer la enseñanza universitaria
sin desnaturalizarla? ¿Cómo resolver el gran problema del financiamiento de la
educación pública? ¿Cómo hacer de la investigación una política para el
desarrollo? ¿Cómo conjugar en la práctica, autonomía -es decir libertad de
cátedra y de investigación- e interrelación con los poderes públicos y el
capital privado?
Éstas
son algunas de las preguntas fundamentales que nos hemos formulado, y frente a
las cuales hemos procurado ir encontrando respuestas documentadas, sensatas,
realistas, así sean parciales, pero que en todo caso, reflejan el trabajo en el
que nos hemos empeñado los universitarios de esta casa durante los últimos
años.
La
sociedad del conocimiento, de la que tanto se habla, es una de las muchas
consecuencias de la globalización que vivimos. Los países pueden dividirse
ahora entre aquellos que han alcanzado un buen nivel medio de educación y
aquellos en los que sólo un pequeño segmento de su población ha alcanzado un
nivel educativo aceptable. Esto explica, en buena medida, por qué algunos
países han logrado un desarrollo más equitativo y por qué en otros, el signo
ominoso de nuestro tiempo es la desigualdad.
Algunas
cifras lo ilustran con claridad. Los países del norte de Europa, por ejemplo,
que han hecho en los últimos años inversiones masivas de recursos públicos en
educación, han alcanzado tasas de cobertura en el nivel superior que superan el
80 por ciento para su población entre 19 y 24 años. En América Latina, en
cambio, el promedio apenas rebasa el 20 por ciento. En México es del 23 por
ciento. Mientras que allá el 32 por ciento de su población completó la
educación terciaria, lo que equivale a estudios profesionales, es decir una
tercera parte, en México solamente la ha completado el 13 por ciento; es decir,
apenas uno de cada diez. Aquellos países encabezan ya la lista de los más
innovadores del mundo. Y por supuesto, todo ello se refleja en su ingreso per cápita, que es de 49 mil dólares en Suecia y 45 mil en
Finlandia, mientras que el de México es de 8 mil.
Ocurre,
pues, que la sociedad del conocimiento no es una quimera ni una formulación
abstracta, es una nueva realidad mucho más poderosa de lo que parece. Porque
los conocimientos ya no sólo se generan y se transmiten como antaño; sino que
hoy en día se registran, se aplican, se patentan, se comercializan, se asocian,
se exportan, se importan, etc. La fuga de cerebros, que ha sido mucho más
costosa que la fuga de capitales, ahora la llaman en algunos países
“importación de conocimientos”, y todo esto es lo que ha permitido que algunas
sociedades se incorporen y otras se marginen de una nueva modalidad de la
economía: la economía del conocimiento. Dice el Banco Mundial: el 20 por ciento
de la población, el que realmente vive en las sociedades del conocimiento,
controla ya el 80 por ciento de la producción mundial.
La
economía del conocimiento derribó las fronteras que históricamente dividían al
sector manufacturero y al de los servicios. Fabricar algo o prestar un
servicio, pasa ahora inevitablemente por la capacidad que se tenga de hacerlos
con el valor añadido, que se deriva de la tecnología. Es decir, el valor
agregado que hoy ofrece la tecnología, determina cada vez más, la
competitividad de una economía.
Todos
los informes que queramos revisar, sean de Naciones Unidas, del Banco Mundial,
del Foro Económico de Davos, de la británica Work Foundation, del Consejo de
Lisboa, cualquiera, nos obliga a encender la alarma. La conclusión es
contundente: muchos países, México incluido, no tenemos el suficiente capital
humano necesario para competir con aquellos que activan y controlan la economía
del conocimiento. Esos resortes no están a nuestro alcance, y es que la
economía del conocimiento no es otra cosa que la capacidad que se tenga de
incorporar el conocimiento a todos los sectores del aparato productivo.
La
pregunta entonces es: ¿Queremos seguir viviendo en los suburbios de la sociedad
del conocimiento? Cuatro parecerían ser las asignaturas que hay que cursar,
para formar parte de este nuevo y formidable concierto internacional:
1.
Invertir, con visión de largo plazo, mayores recursos públicos y privados en
educación, investigación y desarrollo;
2.
Construir una red de universidades de clase mundial;
3.
Incorporar la proporción de la población económicamente activa, incrementarla
con estudios técnicos, de licenciatura, especialización y doctorado;
4.
Atraer estudiantes de otros países, es decir, importar conocimientos y no sólo
exportarlos, evitar que los nuestros se vayan y no regresen, y tratar de
repatriar a los que están fuera y puedan contribuir a los programas de
innovación y desarrollo.
Un
efecto positivo y en todo caso ineludible de la globalización en los sistemas
educativos, se desprende de las evaluaciones internacionales. Hay lecciones
importantes que aprender de las diversas evaluaciones comparativas que ya se
han realizado, a pesar de sus limitaciones y deficiencias. El hecho de que
países, con independencia de su ubicación geográfica, en Europa (como Irlanda),
en Norteamérica (como Canadá) o en Asia (como Corea del Sur), hayan sido
exitosos a la hora de conjugar altos niveles de rendimiento con una
distribución socialmente equitativa de oportunidades de aprendizaje, no puede
pasarnos desapercibido. Hay que revisar nuestras políticas educativas,
partiendo del principio de que la excelencia es un objetivo alcanzable. Los
análisis comparativos nos pueden ayudar a decidir qué hacer para que nuestros
alumnos aprendan mejor, nuestros profesores enseñen mejor y nuestras
instituciones funcionen mejor.
Irlanda
tiene ya un ingreso per cápita de 52 mil 900 dólares;
Canadá ya rebasó a Francia y a Gran Bretaña en su capacidad innovadora, y la
economía coreana creció 310 por ciento en los mismos 20 años en los que la
mexicana creció 19 por ciento.
En
el caso de las universidades, las distintas evaluaciones de los últimos años
nos han ubicado en una posición respetable. Una Universidad que no se evalúa se
devalúa. La Asociación Internacional de Universidades estima que hay más de 15
mil universidades e instituciones de educación superior en el mundo. Estar
entre las 100 mejores, que son las consideradas como de rango mundial y ser la
primera en Ibero América, es sin duda meritorio. Hay economías más grandes que
la nuestra, como la española, que no tiene ninguna universidad en este grupo.
Francia tiene 4, China ya tiene 3 y Alemania se ha propuesto llegar a 10
universidades de élite en los próximos años.
Un
hecho incontrovertible es que siguen arrasando en esta nómina las universidades
estadounidenses. Las asimetrías financieras son abismales. Harvard,
que tiene un fondo patrimonial de 30 mil millones de dólares, atiende a 20 mil
estudiantes; el Instituto Tecnológico de Massachusetts
destina 6 mil 800 millones de euros a la investigación que realiza en mil 200
laboratorios con 2 mil 649 patentes registradas. Un euro invertido en
investigación en Stanford obtiene, por el capital de
riesgo que lo respalda, 40 veces más beneficios que en Francia, según el
Instituto de Tecnología de París. Las universidades norteamericanas, más allá
de sus propios recursos, reciben alrededor de 50 mil millones de dólares del
Presupuesto del Gobierno Federal Norteamericano.
Precisamente
por eso, lo que nosotros hemos logrado es meritorio. Es resultado del esfuerzo
de todos los universitarios, incluidos sus egresados que nos apoyan y nos
proyectan en diversos ámbitos del quehacer social, nacional e internacional.
Pero en todo caso, lo que hemos podido mostrar, lo que me parece oportuno
resaltar -el optimismo fundado-, es que hemos podido conjugar calidad y
cantidad cuando nos lo proponemos, cuando somos capaces de generar las
condiciones propicias para el trabajo académico de excelencia. Somos una
Universidad orgullosamente pública. Universidad de masas sí, 285 mil
estudiantes lo atestiguan; Universidad laica sí, como corresponde a un Estado
laico al cual pertenecemos y defendemos; Universidad popular sí, porque creemos
que la educación sólo tiene sentido cuando se convierte en un instrumento de
movilidad social; pero también Universidad de élite,
Universidad de calidad, Universidad de excelencia. Universidad que se transforma,
que moderniza su oferta educativa, que transparenta el uso de sus recursos y
rinde cuentas públicas de ellos, que certifica sus planes académicos y sus
procedimientos administrativos; que se descentraliza, que no olvida, al
contrario, que apoya a las humanidades; que fomenta y difunde la cultura como
mecanismo de inclusión social, que realiza la mitad de la investigación
científica del país, y que se resiste a someterse a las prioridades de los
mercados que sólo ven a la educación como una transacción comercial con fines
de lucro.
Ésta
es, señoras, señores, la Universidad que hoy se honra al recibirlos en su
claustro como Doctores Honoris Causa.
Colegas
universitarios:
Equidad
y calidad son los retos de nuestro sistema educativo; ciencia y tecnología es
lo que necesitamos para insertarnos en la economía del conocimiento;
humanidades y artes son imprescindibles para expresarnos y reconocernos
cabalmente como lo que somos: un país multiétnico y pluricultural. En todo
ello, los universitarios seguimos teniendo una misión que cumplir y un destino
que alcanzar, el cual está indisolublemente ligado al destino de grandeza de
nuestra patria.
“Por mi Raza
Hablará el Espíritu”